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/ miércoles, 5 de enero de 2011 /

Desentrañando El amo del corral, de Tristan Egolf

1- Un manuscrito en la mochila

Es probable que Tristan Egolf no tuviera la más pálida idea de que iba a convertirse en escritor. En los noventas, su cabeza estaba mucho más atareada tratando de comer y de no pasar frío y de cubrir esas falencias tocando en las calles de París, a la gorra. Sin embargo el manuscrito que llevaba en su mochila por esos días nos da la idea exacta de que, si al menos no se consideraba escritor, por lo menos era multifacético.

De igual forma cabe suponer que sí, que su sueño era definitivamente ser escritor, aunque de una forma distinta al arquetipo del muchacho con máquina de escribir en el cuarto especial de la casa, firmando ejemplares y dando notas en programas transmitidos a las tres de la mañana. Esta suposición parte de la obsesión. El manuscrito de la mochila era un voluminoso paquete con papeles escritos durante meses. Es sabido que le dedicó 8 horas por día a rajatabla y a pura autodisciplina a ese paquete, a pesar del hambre y del frío. La música y la gorra era el modo con el que sustentaba esa obsesión subvertida en confianza en sí mismo.

De todas maneras, una vez terminado el manuscrito sólo quedó la música y la bohemia. No iba a ser un escritor con pipa en mano y aspirante a los premios más destacados del mundo. La vida de Tristan Egolf ya estaba signada por la desviación de ese concepto apacible y hasta pasivo del escritor tradicional. Y cuando pudo conllevar con la idea de que iba en camino de eso, decidió dejar de existir.

Cantante en dos bandas punks, squatter y activista radicalizado, Tristan Egolf ha conocido tantos calabozos como amaneceres hasta que, en sus últimos tiempos, la familia y un tibio concepto de seguridad fueron asentándose mientras, de forma paralela, su apenas esbozada fama de escritor no lograba persuadirlo de que la vida tenía algún sentido.

La leyenda se ha esparcido y ha distorsionado, como siempre ocurre en estos casos, lo verídico. Se dice que, muchos años después de la bohemia y la gorra, en cuanto terminó de escribir la palabra fin al primer borrador de la novela Kornwolf, amartilló su arma y se disparó. Ahí nomás, en frente de su máquina de escribir. La paradoja se hace notar: el activismo puro, del cual podemos extraer un somero afán idealista y por ende, de algún modo, un determinado amor a la vida, choca de lleno con el vacío ¿o el exceso? del suicida, de aquel que se llena de valor (o cobardía) y decide no seguir más. Se dice también que no se mató por el clásico hastío del escritor no reconocido sino que su suicidio fue una protesta más, un cascote proyectado ya no a los cascos antidisturbios sino a la cabeza misma de la política estadounidense. Se dice también que se mató por las dos cosas: porque se hinchó las pelotas de que no le dieran bola como escritor y porque Bush era el puto demonio en la tierra y la lucha, la quijotada, fue deprimiéndolo progresivamente. Se dicen muchas cosas acerca de un suicidio, pero la verdad siempre está en el muerto.

Kornwolf era la tercera novela y era la que lo iba a sacar del ghetto donde conviven las jóvenes promesas y lo iba a poner en el nicho de Escritor Maduro. Así, con toda la pompa. La segunda novela, La chica y el violin (Skirt and the Fiddle, 2002), no había calado tan profundamente en la crítica (ni mucho menos en los lectores, Egolf nunca vendió lo suficiente) ya que se habían generado demasiadas expectativas luego de ese coso multiforme y neo-dickensiano llamado El amo del corral (Lord of the Barnyard, 1998).

El amo del corral, obviamente, era el manuscrito que acarreaba en su mochila en sus años parisinos. Fue el que escribió cagado de frío y con rigor militar y el que estaba a punto de tirar al río hasta que la hija del novelista Patrick Modiano, con la que había empezado a salir, lo leyó. Ella se lo pasó a su padre, éste se lo pasó a un editor y el editor lo publicó y todos felices y contentos. Tristan Egolf finalmente se había convertido en escritor y su primer monstruo era un libro engorroso, ciclotímico, saturado de acidez y cínica melancolía, incluso hasta mal escrito, como sopla Rodrigo Fresán en alguna crítica. Pero con el efecto de novedad suficiente como para convertirse en una pequeña joya de la literatura de estos últimos años.

Novedad incluso a pesar del revisionismo formal con el que está construido y ejecutado, ya que no es ni más ni menos que un relato anclado en la biografía apócrifa de un solo personaje y sin mayores cabriolas narrativas que el uso de la palabra filosa y siempre irónica de Egolf.

Igual cuidado, detrás de la simpleza aparente de la novela hay ciertos detalles que iremos destacando. Pero no ahora. Ahora me voy a ir a tomar un porrón. Hasta la semana que viene.
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