gun room

/ sábado, 4 de diciembre de 2010 /

Último trago, dice Kubrik, y se lo manda de toque. Envalentonado por el rigor del alcól jugando a la payana con sus neuronas enfila para el baño y allí encuentra una morena postiza, de las que solamente encuadran bien dentro de una película de Michael Bay. Sabe que es rotundamente improbable subirse a un taxi con esa chica. Sabe que forma parte de los astros ser el tipo más viejo del universo y que, por ende, es casi un deber moral reventarle la cabeza a porronazos (vacíos). Sin embargo la mira en sentido horario, la única forma disponible, y comienza el largo letargo hacia el mingitorio, las frases incoherentes y el blanco brilloso de su propio cerebro.

Afuera el viento. O mejor dicho, los molinos de viento. La corriente marina de los borrachines fluctuando sobre las costas de los patovicas. El bamboleo insensato de cabezas que sólo buscan cubrir algo de angustia oral antes de regresar a los pañales de siempre. Mamá Pato incumpliendo las tarifas, Rondeau y Buenos Aires hediendo a aderezo en los sobacos. Amarillos y verdes con sus luces rojas, prendiéndose y apagándose en el guiño de todos las salvaciones. Miles de oportunidades. Por supuesto, los patrulleros disfrazados de leopardos, estableciendo quién es el que dirige el cotarro sobre los antílopes bebiendo del abrevadero envenenado.

Es el espectáculo, my dear. Son las chicas gimoteando falsa adicción, falsa diversión, falso orgasmo y falso departamento. Son las publicidades de forros con chicas insatisfechas. Son los puchos apagados y dejados por la mitad. Es el quiosco vallando sus ventanas. Es la pena del dios Superpancho cerniéndose sobre los muertos vivos asolando la esquina.

Kubrik piensa en que es un camino largo el retorno a casa.

Ah. y hay un perro.

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