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/ jueves, 13 de enero de 2011 /


Desentrañando El amo del corral, de Tristan Egolf

2- La matanza del ternero cebado y la insurrección de los lúcidos en la región del maíz


Es curioso notar cómo un libro que habla de lo que los españoles llaman La América Profunda haya sido escrito en pleno invierno parisino. Es curioso porque la ciudad de Baker, donde transcurre la novela, se puede palpar, se puede oler, se puede sentir y se puede sufrir. Suponiendo, como decíamos la semana pasada, que Egolf haya querido siempre ser escritor, no podemos negar que utiliza hábilmente las herramientas de la semántica para dotar eficazmente un juego de ilusiones dentro del espacio y el tiempo en su narración.

El juego en el espacio está signado en la topografía retórica que Egolf llama "La región del maíz" y en donde nunca se puede precisar del todo excepto al principio: "Baker está situada en el Pullman Valley, una hondonada de doce millas que excavaron en la región del maíz de nuestros días los glaciares de una precedente edad de hielo". Y punto. Eso es todo lo que sabremos, el resto es memoria y arquetipo.

El juego en el tiempo, por otro lado, está en la falta de precisiones en cuanto a fechas. Es posible deducir cuándo transcurre el relato de acuerdo a ciertos objetos pero, por lo demás, y más aún tratándose de un relato que narra la vida de una persona desde su nacimiento hasta su muerte, no hay una objetivación palpable.

En suma, no hay muchos datos ni certezas que nos digan dónde y cuándo efectivamente transcurre El amo del corral. Asimismo, y de una manera en la que nos desborda en cada pagina, todo el tiempo lo estamos sabiendo, ya que la mayor apuesta de Egolf está en los personajes y en sus actos, siempre en consonancia con sus pensamientos y personalidades. Se establece una relación dialéctica, una lucha entre los personajes con respecto a ese tiempo y ese espacio no explicitado. Y esto no es azaroso, es un sarcasmo más que compone el corpus del libro.

Porque claro, El amo del corral respira mala leche desde el principio. Está bordado como un chiste gigantesco y no tiene un mensaje claro más que la premisa constante de contarnos los avatares y sufrimientos de un personaje metido en el tiempo y el lugar equivocado. O dicho de otra forma, un tiempo y un lugar que podría ser cualquier otro, siempre que haya alguien que no encaje dentro de la genética particular que componen el resto de sujetos dentro de esa cosmogonía.

Dentro de esta línea de pensamiento, Baker bien podría ser Springfield. Y no se me ocurre mejor analogía para describir a los habitantes de Baker que compararlos con los habitantes de la ciudad donde habitan los Simpsons, en donde todos o son corruptos o malinterpretan todo para el lado de los tomates o están locos o definitivamente sus cerebros han sido lobotomizados al nacer.

Coexisten el director de escuela ineficiente, el policía que nuclea corrupción con estupidez, los medios totalmente idiotas e idiotizantes, los fanáticos religiosos, los desclasados, los borrachos, los jueces de la moralidad ajenas y aquellos que miran de soslayo sobre los hombros de los demás para criticarlos, anularlos o envidiarlos. Y la caricaturización en las actitudes deviene en caricaturización en la misma forma de nombrarlos. Los habitantes de Baker son ratas de río, ratas de fábrica, vikingos ebrios, teutones palurdos, gnomos endogámicos o arpías metodistas. Apenas tienen un nombre propio y muy rara vez portan apellido (a excepción de los personajes secundarios con mayor peso). Y lejos de asignarle un arquetipo a cada personaje, Egolf va más allá y engloba todo un sinfín genealógico de envidia, violencia, incesto, alcoholismo, racismo, fanatismo, ilegalidad y sordidez que se vuelve anónimo ya que "siempre fue así"; es el anonimato sublimado en el estigma de los pueblos donde el otro y la solidaridad son poco probables de que se hayan conjugado alguna vez.

Para muestra sobra el botón. Fíjense como describe Egolf al habitante de Baker:

"En palabras de Dale Murphy, el bakeriano común es una plebe díficl de gobernar e insaciablemente melancólica de patriotas sectarios a quienes no les importaría ver a sus queridos vecinos ahorcados con alambre de atar pavos y columpiándose colgados de los postes de alta frecuencia que jalonan el camino al trabajo. Esta es la tierra donde Jesucristo aparece representado en la panoplia de armas, donde la iglesia es el eje de la vida cotidiana, donde la marca del automóvil es para un hombre más símbolo de posición que su propia esposa, y las raíces familiares llegan, y a veces se entrelazan, tan hondo como el agua de manantial. La comunidad gira en torno de bodas, entierros, torneos escolares de atletismo, la máxima perenne de que "esta mierda no ocurrirá si trabajo más duro", y la ingestión nocturna de tanta bazofia doméstica como uno sea capaz de tragar."

En El amo del corral no hay bondad, tampoco hay amor, mucho menos empatía. Sólo la permanente anomia subvertida en el testamento cínico de quien sabe que es difícil que las cosas cambien, incluso a sabiendas de que existió una pequeña revolución que modificó la idiosincracia de todo un pueblo. Y esto cobra aún más fuerza si tenemos en cuenta al narrador.

El libro está supuestamente escrito por Wilbur Altemeyer, testigo privilegiado de los sucesos ocurridos y cronista poseedor de una verdad que se ha ido permeabilizando con el transcurso del tiempo y que se fue metamorfoseando en leyenda para que pueda ser soportada. Es en el hecho de ser contada por uno de los personajes (quien incluso llega a describirse a sí mismo en tercera persona) donde reside el único truco narrativo per se. Es en esta mínima característica donde la novela jamás tendrá la objetividad omnisciente. Wilbur es uno más del pueblo y por ende también contiene en sí mismo toda la mierda que lo iguala al resto. A veces entiende lo que ocurre, a veces coteja opciones que tratan de justificar los móviles de los sucesos, a veces narra con soltura y a veces ironiza ahí donde hay silencio o vacío.

Estamos hablando, en resumen, de una de las críticas más mordaces y nihilistas que se pueden leer sobre la identidad del estadounidense anclado en la llanura de los campos. En pocas oportunidades puede leerse una crónica tan potente hacia la figura del clásico redneck borracho, golpeador y fascista. Y Egolf no es cariñoso absolutamente con nadie: a todos los personajes, principales o no, los dota de una sordidez que aparentemente condice con el tono de la novela y que sirve para justificar de algún modo los movimientos narrativos, ya que los núcleos conceptuales de la novela, ni más ni menos, son la venganza y la redención. Dos de los tópicos más representativos de cualquier relato norteamericano.

Todos, absolutamente todos los datos y detalles sirven para que la novela sea un embudo que te arrastra al apoteósico final, una conclusión épica comparable, quizá, al final de la novela El perfume, de Patrick Süskind. Un final que se desmadra en el sinsentido, en lo irreversible y que afecta a todos por igual.

Y acá ya es imposible no seguir hablando de John Kaltenbrunner, el verdadero amo del corral. Pero lo dejamos para la semana que viene.

Previously:
Desentrañando El amo del corral 1 -  Un manuscrito en una mochila
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